Evangeliza

Cuando Cristo estaba a punto de ser tomado a los cielos nos dejó un mandato que conocemos como la Gran Comisión. Ese mandato consta de dos partes fundamentales, la primera de las cuales es la evangelización.

La iglesia no tiene razón de ser en esta tierra si no comparte el mensaje de salvación a otros, del mismo modo que un botiquín de primeros auxilios no tiene sentido si está vacío.  Porque si tienes un problema y acudes a él y no encuentras nada lo retiras para que nadie se confíe y buscas ayuda en otro lugar.

Del mismo modo, si la Iglesia no tiene una respuesta eficaz a las necesidades de las personas, y las comparte de forma activa, no tiene más valor que el que puede tener un club de amigos o una sociedad gastronómica.

El mensaje del evangelio es el único que puede traer esperanza y vida a una sociedad que vive alejada de Dios, buscando esa paz por sus propios medios si es que no se ha rendido ya, y que se limita a vivir sin preocuparse de las consecuencias, al menos en apariencia.

Y la iglesia es la única que puede compartir ese mensaje de esperanza y vida, y aunque esto no implique que todos tengamos el don de evangelismo sí que nos transfiere la responsabilidad de apoyar con nuestro don la tarea global de llevar el Evangelio hasta lo último de la tierra.

 

Discipula (acoge, enseña, guía,)

La segunda parte de la Gran Comisión es la de hacer discípulos, y para entender bien lo que quería decir debemos entender lo que significaba tener discípulos en aquella época y en aquella cultura.

Normalmente, el discípulo dejaba su hogar (Pablo deja su hogar en Tarso y se va a estudiar con Gamaliel en Jerusalen) y el maestro le acogía en su casa. A partir de ahí recibía instrucción teórica y práctica y, al igual que los discípulos de Jesús o de Juan el Bautista vivían como Él. De este modo, la formación no era solo académica sino experiencial.

Del mismo modo, la iglesia está llamada a ser ese entorno donde se enseñe la vida cristiana mediante la instrucción, pero mucho más mediante el ejemplo de cristianos y cristianas llenos del Espíritu Santo.

Un entorno en el que se acoge a todo aquél que con corazón sincero quiere acercarse a Dios. Dónde se enseñan y se viven los principios bíblicos de la verdad y la santidad y donde, con amor, se corrigen los errores, se anima al abatido, se apoya al débil y se sana al herido o enfermo.

Por ello, la iglesia no es una fábrica de discípulos donde unos pocos dan forma a los demás aplicando un patrón común. Cada discípulo es diferente, con necesidades diferentes y dones diferentes y, además, el discipulado no es patrimonio exclusivo de unos pocos escogidos sino que, nuevamente, todos estamos llamados a tomar parte compartiendo aquello que ya hemos aprendido con los que aún no han alcanzado ese grado de madurez.

Cierto que somos hijos de Dios, pero eso no significa que seamos clones producidos en serie. Cada uno tiene un llamado específico de Dios, una función diferente, pero todos jugamos juntos en el gran equipo de Dios. Cada uno en su puesto, pero todos unánimes para así poder alcanzar la victoria.

 

Adora

Pero, por encima de todo, hemos sido llamados a Adorar. Esta será nuestra única labor en la eternidad, y aquí y ahora debe constituir el centro de nuestra actividad.

Porque todo nuestro trabajo aquí debe estar motivado por nuestro deseo de adorar y honrar a Dios. De nada vale trabajar por ser los mejores, de nada sirve pasarnos todo el día en la capilla, si ello no está motivado por un deseo sincero de agradar y adorar a Dios.

Y es que adorar no es tan solo ponerse a orar y reconocer su grandeza ni es tan solo ponerse a cantar himnos durante horas ni es tan solo ofrecer ofrendas a Dios. Ya en el Antiguo Testamento Dios dejó muy claro que la obediencia, la humildad y el mostrar amor es la mejor adoración (Miqueas 6:6-8).

Y qué mejor adoración que buscar la voluntad de Dios, y obedecerla por amor y, con ello, obedecer y colaborar en la Gran Comisión (Juan 15:14).

 

Imagen por Fr Lawrence Lew, O.P. en Flickr (CC)

 

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